Tiempos de infancia en el ayer de Belgrano

No todo tiempo pasado fue mejor. De los recuerdos de infancia que aparecen como pesados lastres podríamos reiterar haste el cansancio una docena de ellos que atenacean con su cíclica presencia: el odiado despertador de campanillas que nos torturaba de madrugada para ir a la escuela, la cara de pocos amigos de los frailes a la hora del ingreso, la escarcha de agua-nieve o nevisca endurecida sobre el agua de las cunetas, los sabañones que se ensañaban con orejas y pies, los gritos destemplados de la directora, ya en la escuela sarmientina, pública y gratuita, donde se apreciaba cierto gusto por el maltrato por parte de algunas docentes preparadas en el rigor disciplinario al estilo de San Quintín, el jarabe, la limonada rogé, el azufre termado, la sal inglesa, los duros botines de cuero para la fajina, la hora de la siesta y de los sueños perdidos en la clase de trabajos prácticos; las terribles penitencias que arrancaban con golpes de puntero sobre los dedos reunidos en forma de cono, la cuesta empinada de la calle que desembocaba contra los muros del colegio, los turnos de medio-popilo, de sol a sol, y las clases de filosofía con un profesor francés que no entendía absolutamente nada de castellano, las rebeldías de un grupo “independentista” que propugnaba una huelga de libros caídos y rabonas interminables para ir a pescar, la duda, la inteligencia de los más grandes, otras dudas, enigmas significantes que se agigantaban como un ojo negro en el espacio cada vez que aparecía un libro de Jean Paul Sartre, la promesa de adolescencia, con todo lo que tiene de dulce y de futura y de traidora y de esquiva; la seudo complicidad de los celadores que se  tornaba en vulgar alcahuetería a la hora de sumar méritos por la delación; las primeras decepciones amorosas con profundas vigilias de ojos tan abiertos como no los imaginara ni el propio Macedonio Fernández, la poesía de Francois Villón; la tarde en caída libre sobre los vitreaux; las vacunas que levantaban fiebre y daban chuchos; la soledad de los domingos del barrio, cuando todos los habitantes del planeta parecían encerrados en sus propios fantasmas y sus propias desdichas y la convicción; por otra parte, que junto con el cambio de voz, con el “estirón” adolescente y el simulacro de bigote, la vida nos depàraría otras sorpresas y otros lastres para hacer realidad la frase: “Todo tiempo pasado no fue mejor”.