
Hay palabras -o, mejor, enfermedades – que el vulgo se ha encargado de ocultar como si fuesen padecimientos vergonzantes que transforman en responsables a los que la portan. Y si bien las sociedades modernas se han acostumbrado a convivir con fatalidades y ya resulta común referirse a enfermedades trasmisibles como el SIDA o la tuberculosis, no podemos evitar que, en muchos casos, y aún en notas periodísticas se refieran a ellas con elípsis tales como “aquejado de una larga enfermedad”.
Desde hace poco tiempo, las campañas preventivas -por ese prejuicio medieval que nos obliga a hablar en medios tonos y sin la claridad que el tema exige y que no se condice con nuestra evolución cultural e intelectual-. han comenzado a trascender la escasa información acerca de los agentes externos que coadyugan, en ciertos casos a contraer la enfermedad.
Esa raigal discriminación encubierta hace que muchos enfermos no sepan a quien recurrir, sobre todo cuando de jóvenes se trata.
Es alentador que al instituirse el 30 de noviembre el Día Internacional del SIDA, las distintas instituciones y las autoridades gubernamentales den carácter prioritario a la difusión y al reconocimiento de las distintas connotaciones sociales que la enfermedad tiene para su portador.
Son tiempos de involucrarse y de terminar con la pacatería arbitraria que nos lleva a creer que “lo que no me pasa, no pasa” y que “de esto no se habla”.
Sería muy positivo que este interés y estas campañas de concientización no decayeran al pasar la fecha recordatoria; que con una mirada adulta dejemos de esconder la cabeza como el avestruz, para que todo siga pasando a nuestro lado sin rozarnos, y asumamos que la información es la mejor manera de prevenir y el poner a disposición de los afectados los tratamientos más adecuados para cada caso, es la única manera de detener este flagelo.
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